María Soledad Morales: un misterio y muchas heridas abiertas a 30 años del asesinato
POR HERNÁN CAPPIELLO
Las hojas Rivadavia, rayadas, ya amarillas, se apilan al pie del monolito de Parque Daza, cerca del río que separa Valle Viejo de la capital catamarqueña. “Gracias por ayudarme en la prueba”. “Te pido que me hagas pasar el examen”. Los mismos ruegos, poemas y canciones, escritos por estudiantes, se repiten en el mausoleo del cementerio. Son todos mensajes para María Soledad Morales, que durante tres décadas recibió también agradecimientos por curas milagrosas y pedidos de ayuda por amores contrariados.
El monolito blanco, con una placa de bronce, situado junto a la ruta 38, a seis kilómetros del centro de San Fernando del Valle de Catamarca, ahora está un poco descuidado y un grupo de vecinos lo está remozando para recordarla.
Allí, hace 30 años, apareció semidesnudo su cadáver. Había sido asesinada y violada. Le habían inyectado cocaína para someterla. Tenía una triple fractura del maxilar y no se distinguía su rostro. Su padre reconoció a la chica, de 17 años, apenas por una vieja cicatriz, de tres centímetros, que tenía en una muñeca. Estaba boca abajo, con una polera negra en el cuello, el corpiño en un brazo y un solo zoquete negro en el pie izquierdo.
Su asesinato, ocurrido el 8 de septiembre de 1990, hizo visibles los femicidios cuando esa categoría criminal todavía no existía en los códigos y provocó un quiebre en Catamarca: un cambio de gobierno, un golpe inesperado a décadas de poder feudal de los Saadi, la intervención federal de los tres poderes de la provincia y el despertar de una sociedad que, a través de las marchas del silencio, desafió el miedo y se reveló. Hoy, sigue a flor de piel la grieta entre saadismo y antisaadismo, ahondada por un crimen que trascendió las fronteras de la provincia y paralizó a un país.



Por el asesinato, fueron condenados, a 21 años, Guillermo Luque, hijo de un diputado nacional, y a nueve años, Luis Tula, acusado de haber sido quien entregó a María Soledad para que terminara sus días en una fiesta sexual de drogas y alcohol, en la que hubo otros participantes que nunca fueron identificados ni alcanzados por la Justicia.
Todavía hoy la sociedad catamarqueña desconfía de esa sentencia y cuestiona que no se haya llegado a un total esclarecimiento del caso.
Tula, que estudió Derecho en la cárcel, y Luque, dedicado a administrar los bienes de su familia, hoy están en libertad y ambos juran que son inocentes. “Mirá, amigo, ya fue. A mí me han violado todos los derechos”, dijo Tula a LA NACION. “Esto era político. De Carlos Menem para destruir a sus adversarios ¿Qué tengo que ver yo? Acá anduvo la SIDE. Que los políticos se vayan a hinchar los huevos a otro lado, capo, yo no tengo nada que ver”.
Matrícula 1941 del Colegio de Abogados de Catamarca, Tula se convirtió en defensor de acusados de abuso sexual. Luque, que no quiso hablar con LA NACION, el día que salió de prisión declaró: “Fui un inocente preso”.
Tula y Luque pertenecían a mundos diferentes. Tula le decía “padre” al concubino de su madre, que fue sereno en Obras Sanitarias, donde él mismo trabajaba. Era un estudiante que no frecuentaba los bares del centro. Luque, poderoso, era hijo del diputado nacional Ángel Luque, trabajaba en el Congreso, vivía en Buenos Aires, en un piso 13 de la Avenida del Libertador al 1500. Autos de lujos, amigos, fiestas. Estudiaba derecho en una universidad privada. Shopping, celular de los primeros y viajes en avión a Catamarca los fines de semana.
Los dos juraron siempre que antes del juicio no se conocían. “Con Luque nada que ver, hermano querido”, sigue diciendo Tula. “Hicimos una amistad de internos en la cárcel, pero cuando salimos nunca nos volvimos a ver. Mirá el nivel de vida que tiene, si se va a asociar con este negro pobre.”
Los únicos condenados por el crimen de María Soledad fueron ellos dos. El caso no prosperó contra los demás acusados. Hugo “el Hueso” Ibañez o Eduardo “el Gordo” Méndez, amigos de Luque, fueron sobreseídos y luego fallecieron. El primero, de un ACV; el segundo, en 2012, tras una operación para colocarse un cinturón gástrico.
“No fueron dos, fueron muchos en la violación de mi hija, pero cuando está de por medio el poder político y el poder policial, ya sabe… que cuesta, que van a tratar de desviar la investigación y buscar hipótesis falsas o tratar de condenar a personas que no tenían nada que ver.”
ADA RIZZARDO DE MORALES, MAMÁ DE MARÍA SOLEDAD
Hubo otros acusados, incluidas autoridades policiales, sospechados de encubrimiento, pero nunca los alcanzó la Justicia. Quien fue mencionado en los comienzos del caso fue Arnoldo Saadi, un primo del gobernador Ramón Saadi, que se fue a España. Fueron investigados los mellizos Pablo y Diego Jalil, sobrinos del fallecido intendente de la capital catamarqueña, José Jalil. Nunca se los responsabilizó de ningún delito. Hoy, Raúl Jalil, hijo del fallecido intendente, gobierna la provincia.
“No fueron dos, fueron muchos en la violación de mi hija, pero cuando está de por medio el poder político y el poder policial, ya sabe… que cuesta, que van a tratar de desviar la investigación y buscar hipótesis falsas o tratar de condenar a personas que no tenían nada que ver”, dice hoy a LA NACION Ada Morales, con casi 72 años, rodeada de fotos de su hija e imágenes de la Virgen en su casa de Valle Viejo, a la que nunca volvió María Soledad. Su voz suena enérgica en el teléfono fijo. No usa celular. Le habían regalado uno, pero nunca aprendió a usarlo. Su marido, Elías Morales, su sostén, murió en 2016 de un ACV. Ahora ella y sus otros seis hijos son los que mantienen el recuerdo y la lucha para que no haya más violencia contra otras mujeres.
La deuda que dejó la Justicia la sienten también funcionarios judiciales que intervinieron en el caso. El juez Santiago Olmedo de Arzuaga uno de los camaristas que firmó las condenas, dijo a LA NACION: “No nos dieron bolilla con las denuncias de encubrimiento”. Su colega Edgardo Alvarez coincidió: “La sentencia fue un hito en la historia judicial de Catamarca, pero no tuvo el efecto que esperábamos sobre la gran corrupción policial que hubo y se evidenció en el encubrimiento que se hizo. Ameritaba que se abriera una segunda investigación, pero quedó en nada”.
El juez sospecha de la intervención política del saadismo para no avanzar en esta línea y niega presiones políticas del nuevo gobierno que alumbró tras el crimen: “Nosotros nos manejamos con las evidencias. Lo hablamos en el tribunal, si no podíamos probar nada, íbamos a absolver. No íbamos a condenar porque sí. No tuvimos ninguna sugerencia del gobierno provincial. Trabajamos según nuestro criterio y de la mano de Dios”, afirma el camarista Alvarez al que todos conocen por su apodo de “Cococho”.
El fiscal del caso, Gustavo Taranto, también reconoce esa deuda: “Lamento que no se haya avanzado con los encubrimientos, pedimos que se investigaran, pero pareciera que no había margen político para investigar más”.
La última nocheMaría Soledad Morales cursaba el último año del secundario en el Colegio del Carmen y San José. La noche del viernes 7 de setiembre de 1990 habían organizado con sus compañeras un baile para juntar fondos para un viaje de egresados. La fiesta era en Le Feu Rouge, un boliche chiquito del centro, donde hoy funciona una agencia de quiniela. Se fue en colectivo a las 9 y media de la noche de su casa. María Soledad ayudaba cobrando la entrada. Era una chica de barrio, de un hogar humilde y desde los 15 años estaba profundamente enamorada de Luis Tula. “El flaco”, alto, era 11 años y 8 meses mayor, casado, pero ella creía que su mujer era solo una exnovia. Se habían conocido en la pileta olímpica de Santa Rosa. Él la había llevado en auto hasta su casa y se mandaban cartitas, papelitos, poemas, por medio de Julio “el profe” Oviedo, un amigo de ella. Habían tenido relaciones durante un año y se seguían viendo, aun cuando la mujer de Tula lo sabía y se habían peleado por ello.
Esa madrugada del sábado 8 de septiembre de 1990, Tula pasó a las 2.30 con su Fiat 147 por el boliche, vio a María Soledad afuera y la subió. Dieron una vuelta y la llevó a Clivus, una megadisco donde esa noche había una fiesta del Liceo de Señoritas y elegían a la reina. Allí comenzaría la tragedia de María Soledad. Hoy Clivus está cerrado. Su dueño, Jorge Tévez, un verdulero dedicado al negocio de la noche que hacía fiestas privadas en los reservados del primer piso, murió en un accidente en la Cuesta del Totoral.
Lo que ocurrió en la disco fue objeto de controversia por las contradicciones entre los testigos, amenazados por el poder político y policial, por los propios investigadores locales y de Buenos Aires, con Luis Patti al frente, mandados por el gobierno de Carlos Menem. Finalmente, fueron claves dos relatos: el de Rita Furlán, la cajera de Clivus, cuya hermana Adriana fue violada en los sillones del reservado el 9 de septiembre, la noche siguiente al crimen de María Soledad. Y el de Jesús Muro, el barman de Clivus, sojuzgado por Tévez, humilde, corto de estatura, delgado, asustadizo, sumiso, amenazado de muerte. Muro primero negó, pero en el juicio oral en 1997 reconoció, al igual Furlán, que esa noche Luque estuvo en Clivus, y que después de cerrar hubo una fiesta de la que participaron María Soledad, Tula, el “Hueso” Hernández y otros personajes de la noche local. Incluso mencionó que estuvo Ruth Salazar, la esposa de Tula. Muro se quebró, lloró, admitió que antes había mentido y juró que esta era su verdad. Hoy vive en un pueblo de 500 habitantes en el sur de Catamarca, cerca de Las Salinas y los amigos de Luque siguen diciendo que mintió.
“A la Flaca la llevo yo, vos anda después”, declaró Muro, bajo juramento, que le gritó esa noche Luque a Tula. Y en esa salida se jugó el destino final de María Soledad.


Apareció el lunes 10 de septiembre de 1990 a la mañana, a la vera de la ruta 38, mutilada, semidesnuda, con la polera negra que le había prestado una compañera para salir enroscada en el cuello. El colectivero Carlos San Antonio Ponce circulaba esa madrugada con un solo pasajero. Vio e identificó, por lo menos, a dos policías a las 3:40 del lunes 10 al lado del cuerpo y volvió a verlos a las 4:05, aunque esta vez sobre el pavimento, relató. Esos policías fueron sobreseídos. Oficialmente, en el expediente, el cadáver fue encontrado por dos empleados de Vialidad Nacional a las 9 de la mañana de ese día. El encubrimiento policial ya había empezado.
La hermana Martha Pelloni, la monja que peleó por el esclarecimiento del caso y hoy lleva la lucha contra el femicidio como su misión en la vida, dijo a LA NACION que el encubrimiento llegó hasta el asesinato de otro colectivero, al que confundieron con el testigo Ponce. “Mataron gente para que no hable. Mataron a un colectivero, equivocados, de apellido Monasterio”, afirmó Pelloni y puso en esa lista al “padre Carrizo”, que dijo que murió desangrado sin atención médica, luego de que alentó la sospecha de que a María Soledad la habían atendido en una clínica para reanimarla.
El día de la aparición del cadáver, Ruth Zalazar –la mujer de Tula- y Miguel Angel Ferreyra, jefe de policía, fueron a la Casa de Gobierno de la provincia, donde atendía Ramón Saadi.
El cadáver fue lavado por los bomberos por orden policial antes de llegar a la morgue. No fueron convocados ese día expertos en criminalística. Las muestras no se mantuvieron. No se pudo determinar el ADN de los atacantes; sí, la presencia de semen. No hubo estudio toxicológico o dosaje. Solo la autopsia realizada meses después, en Buenos Aires, por las máxima eminencias del Cuerpo Médico Forense de la Corte, incluidos Osvaldo Raffo, Osvaldo Curci y José Patito, determinaron que la causa de la muerte fue la cocaína que le introdujeron en el cuerpo hasta matarla.
La policía hasta encontró un falso culpable, Jorge Vargas, a quien detuvo y le achacó el crimen. A Vargas le plantaron supuestas manchas de sangre y restos del cadáver en su Ford Falcon. Pruebas que se comprobaron falsas. Finalmente fue liberado.
Las marchas del silencioLa indignación popular por la muerte de María Soledad fue instantánea. A una provincia profundamente devota de la Virgen del Valle, acostumbrada a la mansedumbre y a no desafiar al poder, la brutalidad del asesinato la había conmovido desde sus cimientos.
Pelloni, una monja chiquita de la orden de las carmelitas misioneras teresianas, era rectora en el Colegio del Carmen y San José, al que asistía María Soledad, y tenía 49 años cuando arrancó su lucha en Catamarca. “Después del entierro de María Soledad las alumnas decidieron ir a rezar a la Catedral. Con los centros de estudiantes de otros colegios se habían unido en una radio comunitaria, donde informaban las actividades por la semana del estudiante. Y allí hubo una invitación para acompañar al Colegio del Carmen a rezar a la Catedral. Se fueron sumando grupos y fue conmovedor. Se sumaban en silencio, nadie hablaba. Así fueron, una, dos marchas y el periodismo las bautizó ‘marchas del silencio”, recuerda la monja, hoy de 79 años, jubilada y radicada en Santos Lugares. Pelloni mantiene su lucha al frente de la Red Infancia Robada, colocando un banco rojo por cada femicidio, como el que colocarán el miércoles próximo por María Soledad en una plaza de Valle Viejo.
Fueron 66 marchas del silencio, que llegaron a reunir más de 33.000 personas. Más de un tercio de la población de la capital provincial de ese momento copó las calles. Exigían justicia. Los jóvenes encabezaban la marcha y avanzaban con velas en las manos y carteles, mientras cantaban “¡No tenemos miedo! ¡No tenemos miedo!”.



Los padres de María Soledad, Ada y Elías Morales, encabezan las primeras marchas, que salen de la Catedral, para rezar por ella y pedir el esclarecimiento del crimen.
Las movilizaciones, bautizadas “marchas del silencio”, se hacen cada vez más multitudinarias. Llegan a reunir más de 33.000 personas, más de un tercio de la población de la capital provincial de ese momento.
Se repiten, cada jueves, durante años. En total, fueron 66 marchas.
No temían al gobierno provincial al mando de Saadi, a quien identificaban como el gran encubridor, el protector de los poderosos. Los Saadi mandaban en la provincia desde 1940. Vicente Leónidas Saadi, su padre, había sido gobernador de Catamarca en dos ocasiones y senador nacional en tres períodos. El propio Juan Domingo Perón lo destituyó como gobernador al afirmar que en Catamarca reinaba “un crudo nepotismo” y se vivía “un clima de persecución y negación de los derechos fundamentales”. Se hizo inolvidable cuando, como senador, le reprochó a los gritos al excanciller Dante Caputo, en un debate por TV sobre la conveniencia de llamar a un plebiscito por el conflicto por el canal de Beagle, irse por las “nubes de Ubeda”. Su hijo Ramón le siguió los pasos manejando la provincia en dos períodos.
El caso María Soledad puso en jaque su dinastía. El 4 de abril de 1991, Menem, ante la dimensión que había ya tomado el escándalo, con una justicia sospechada de parcialidad y una policía que apremiaba testigos y torturaba, intervino el Poder Judicial de Catamarca, puso en comisión a todos los jueces locales y nombró al frente a Pedro Benjamín Aquino.
Pero no alcanzó. El 17 de abril de ese mismo año, Menem corrió a Ramón Saadi del gobierno. Dispuso la intervención federal de toda la provincia y designó al frente a Luis Prol, que se hizo fuerte en el radicalismo local. Saadi respondió a Menem calificándolo de traidor y pidió una rinoscopía para todo el gabinete nacional, desde el presidente para abajo. Saadi ya no pudo recuperar el poder; perdió las elecciones cuando se presentó en 1996. Fue ampliamente derrotado por el radical Arnoldo Aníbal Castillo, apoyado por el Frente Cívico y Social, gran organizador de las marchas del silencio. La división de la sociedad catamarqueña, entre saadistas y antisaadistas, era evidente hasta en la geografía del centro de la ciudad. Los políticos saadistas, abogados y dirigentes se juntaban en la confitería Richmond, frente a la plaza; los opositores, en el bar del Hotel Ancasti, a la vuelta. La grieta era palpable y la prensa porteña era vista por el saadismo como un enemigo.
Después de su derrota, Saadi asumió como diputado nacional, cargo que ejerció por dos mandatos. Después, fue elegido senador, pero no pudo asumir el cargo. Todas las veces que volvió a competir por la gobernación perdió. Ahora está instalado en Buenos Aires y acude todos los años a Catamarca a homenajear a su padre en el aniversario de su muerte. Excepto este año, que el coronavirus le impidió viajar. Menem y Saadi se reconciliaron diez años después, para las elecciones de 2003, cuando hicieron campaña juntos en Catamarca, pero fracasaron.
La intervención federal de Catamarca se precipitó por las afirmaciones del diputado Angel Luque, padre de Guillermo Luque. El 4 de abril de 1991, Luque provocó un escándalo cuando le dijo a Clarín que tenía “todo el poder” para hacer desaparecer un cadáver y que si Guillermo era el culpable del asesinato “el cuerpo no hubiera aparecido”. El 18 de abril fue desaforado como diputado nacional por el voto casi unánime de sus colegas del Congreso. Enfermo de diabetes, falleció hace diez años.
Juicio y escándaloCon la intervención federal avanzó la investigación del caso María Soledad con una cuestionada instrucción en la que intervinieron siete jueces. Así se llegó a un primer juicio oral contra Luque y Tula, que empezó el 26 de febrero de 1996, a cargo de Alejandro Ortiz Iramain, Juan Carlos Sampayo y Alejandra Martínez Azar. Pero el proceso fue un escándalo, que terminó de explotar cuando Sampayo le hizo una seña a la jueza Azar. Le estaba diciendo que debía rechazar un pedido de detención por falso testimonio contra una testigo que había cambiado su versión para proteger a los acusados. El gesto se transmitió por TV y los camaristas terminaron eyectados en un clima de efervescencia social, en medio de las marchas de silencio y hasta con amenazas de bomba.






Al año siguiente, en 1997, se hizo el segundo juicio oral, con transmisión por TV en directo y un tribunal formado para la ocasión. Santiago David Olmedo de Arzuaga, uno de los nuevos jueces, había llegado de Santiago del Estero siete meses antes del juicio.
Hoy está jubilado. Tras del juicio se María Soledad se reactivó una vieja causa por delitos de lesa humanidad donde fue sobreseído y absuelto, pero la Casación revocó ese veredicto y ahora Olmedo está a la espera de un fallo de la Corte. Retirado, reflexiona: “Creo que el juicio oral ha sido un buen trabajo, que ha respetado las garantías de defensa al máximo. Se incorporó la acusación alternativa porque se había ocultado la violación de la chica y acreditamos que lo que la condujo a la muerte fue el exceso de droga. La Corte corroboró nuestra sentencia”.
“Solo Carlos Fayt, a quien recuerdo con cariño, -agregó- nos tiró de las orejas porque no fuimos más severos con la pena de Tula”. Olmedo dice que no tuvieron duda con el fallo. “Hubo un manoseo de los testigos, una manipulación y un encubrimiento”, afirma.
También integraron ese segundo tribunal Jorge Raúl Alvarez Morales, oriundo de San Juan, que se jubiló en marzo pasado como camarista, y Edgardo Rubén Alvarez, catamarqueño, con antecedentes de haber enfrentado a los Saadi, que sigue integrando la justicia local.
“Nunca tuve dudas de lo que firmé, que logramos extraer de la dinámica de la inmediatez que dio el juicio. El caso fue el doctorado que nunca hice… aprendí mucho. Vi cosas nunca había visto y me enseñó a mirar la prueba con otra óptica”, dijo Alvarez a LA NACION. El no cree que Catamarca sea una sociedad dividida: “Más allá de la política, la religiosidad nos une. Dios nos protege, incluso con el Covid, donde solo tenemos dos casos por ahora”.
Saadi ya no gobernaba cuando empezó el segundo juicio, pero su poder se hacía sentir. Los jueces tenían custodia, había alertas policiales y se movían con cuidado. “Había miedo y tensión permanente”, recuerda Alvarez. Lo mismo dice el fiscal Gustavo Taranto, trasladado desde Córdoba para el juicio, que cada fin de semana regresaba con escolta a reencontrarse con su familia. Lo amenazaban y tenía que cambiar su número de teléfono fijo a cada rato.
El tribunal manejó el juicio con mano de hierro y lo llevó hasta el final. Hubo testimonios de todo calibre; algunos desopilantes, increíbles, que incluyeron la descripción de inexistentes orgías homosexuales y relatos minuciosos de fiestas heterosexuales regadas de cocaína y alcohol. Declararon desde policías siempre al filo del falso testimonio, hasta humildes vecinos que no habían podido acceder a la escuela y se perdían en la jerga jurídica de los abogados.
Fueron determinantes los relatos de Muro y Furlán, que hicieron caer las coartadas de Luque y Tula. En el cierre de las 87 audiencias que demandó el proceso, entre agosto de 1997 y febrero de 1998, después de haber escuchado a 372 testigos, el fiscal Taranto pegó en una pared una foto de María Soledad para hacerla presente en el juicio y la sala enmudeció. “María Soledad nos dice, señores miembros del tribunal: ‘Me drogaron y yo no quería’. Y yo le creo. María Soledad nos dice: ‘Me violaron y yo no quería’. Y yo le creo. ‘Esa persona me golpeó y tragué mi propia sangre’. Y yo le creo. María Soledad no tiene razones para mentir”.
Finalmente, el viernes 27 de febrero de 1998 al atardecer, el tribunal, sorpresivamente, leyó la sentencia y condenó a Luque a 21 años de cárcel como coautor de la violación seguida de muerte y a Tula a 9 años de prisión, como partícipe secundario.
El veredicto sacudió a la sociedad, ahora empoderada, pero anestesiada por el tiempo que había pasado desde el asesinato. Había caído el gobierno de Ramón Saadi, pero la grieta seguía atravesando a la opinión pública.
Taranto se quedó en Catamarca tres años, hasta el fin de las apelaciones, y se volvió a Córdoba donde hoy es abogado del foro local. Regresó a Catamarca en contadas ocasiones; la más vistosa fue cuando defendió allí al Maestro Amor, un gurú espiritual condenado por abuso.






“Para la Justicia humana no hay dudas de que el resultado del juicio fue el correcto. Con el paso del tiempo fui reflexionando y a la distancia estoy convencido de la responsabilidad de los participantes”, afirma hoy Taranto. Una evidencia del quiebre social que significó el asunto es que años después del veredicto, cuando regresó a Catamarca, lo insultaron por la calle, como le ocurrió también un verano cuando, de vacaciones en Brasil, se cruzó con unos catamarqueños. A los condenados no los vio nunca más.
Hoy Taranto revela que incluso existieron pruebas que no pudo usar en el juicio y que confirman la responsabilidad de los acusados. “En un allanamiento se secuestraron contratos de alquiler de Tula donde el garante era Guillermo Luque, pero se declaró nula esa prueba”, afirma.
Después de cumplir 14 años de cárcel, Luque salió en libertad el 11 de abril de 2010. Fue un preso ejemplar. Tula había salido el 22 de abril de 2003, con cinco años de su condena cumplidos. Ada Morales se sigue diciendo que los dos debieron haber cumplido la totalidad de la pena encerrados.
Aquella noche de la sentencia cayó definitivamente el velo del poder en Catamarca. La sociedad se dio cuenta de que con su reclamo de Justicia pudo enterrar el miedo. La condena del juicio retrata la nueva sociedad catamarqueña, que nació fortalecida después del crimen.
Hoy, Luque y Tula se confunden entre la gente que camina por las calles de la capital catamarqueña. Luque vive en el centro, con un perfil muy bajo. Tula vive en las afueras. No se cruzan.
Fuente: La Nación